AMÁSAME OTRA VEZ

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Aquello de La Rebelión de las Masas era, sin duda, una forma de hablar. Las masas no se rebelan, se relevan. Vienen unas, y otras marchan a otro sitio, luego vuelven, y se van otra vez, y así, como las mareas, es el flujo de las masas. Estadios, aeropuertos, mítines, estaciones, conciertos, áreas comerciales, botellones, las playas o las rebajas… qué más da. La masa impone su ley, que se rige por el derecho de las emociones elementales, o sea, nada o poco de cerebral en ello. Y te persigue, y te consigue, y te asimila, y te disuelve, y te engulle, y te anula… te digestiona. Y las personas se convierten en gente, y la gente se convierte en masa…

                Dice un conocido y reconocido escritor, Manuel Vicent, que la importancia de un espectáculo es proporcional a la cantidad de masa que amasa, y su éxito se mide por los miles de toneladas de basura que excrementa. Y es justo así mismo, como él dice. Póngale el nombre que quiera, los medios y las medias solo medirán esos dos parámetros, al amalgamamiento habido, las asistencias e incidencias solventadas por el 112, y la cantidad de mierda producida y recogida. Rigurosamente cierto. Justo y cabal.

                Algunos alguienes conocidos por expertos han medido hoy la masa mundial en movimiento contínuo, en procesión constante a lugares geográficos comunes. Y los califican de “seres unívocos” en perpetua movilidad visitadora. Están cifrados en un número redondo a ojo de buen cubero, que era el que cubicaba las cubas, y son mil millones de personas cuyo único y exclusivo destino es ser movimiento de masa, el pasar, el pisar, el consumir, opinar, selfiar, comer, beber, bailar, vestir, ver, oír y decir lo mismo. Es un movimiento planetario in continuum de weekeen´s , vacaciones, findes, puentes o insersomanía, que forman y conforman un imparable turismo de masas.

                Naturalmente, hablo en plan doméstico. Al fenómeno mundial súmeles chinos, japos, yanquis, brithis, gaélicos, teutones y francos, y cuantas naciones se precien de ir incorporándose al selecto club de turismasa. Tengo ante mí una panorámica de la Piazza St. Marcos en Venecia (Magazine, 9/7) con los más de cien mil turistas del día – es su media de visitantes – a punto de foto. Espantoso. Ni se ve la Piazza, ni una sola losa de la Piazza, ni esos cien mil cuerpos adobados se ven sus propios zapatos. Pero allí están todos. Para decirlo. Por aquello de aquí estaba yo, cuando saquen el móvil como un revólver ante los apaliceados amigos. Pero no pudieron ver nada. Es mentira…

                En el Puente de Rialto, en Piazza St. Pietro, ante la Gioconda en El Louvre, o en nuestro Salto de la Reja, o una playa de Benidorm en verano, solo se ven cuerpos empanados en y empotrados los unos con los otros. Es como la vuelta que hay que dar a la Piedra Negra de La Meca. Todo señala a una mimética estructura, tan integrada, que solo sirve para disgregarse uno mismo en los demás. De ahí debe venir esa palabra: el mimetismo, aunque yo prefiero inventar otra: el mismismo.

                Porque, al final, todos deseamos lo mismo y queremos ser lo mismo, a todos nos chifla hacer lo mismo en los mismos lugares… Nos gustan los mismos platos, los mismos sitios, incluso las mismas camisetas con que estructurarnos. Vale… se me contestará, pero es lo que la gente quiere, ¿no?.. es la libertad personal de todos a elegir lo mismo… Pues pué ser, óiga. Pero yo creo más bien que hemos sido procesados para querer creernos eso. Y que, integrándonos en la amasadora universal seremos parte de la máquina. Pero no, no es así, en realidad somos parte del producto.