EN EL MÁS ALLÁ...

No lo podemos remediar. Hacemos “ego” hasta con los restos de nuestros restos. Hace medio siglo, los “progres” de la época – incluido yo mismo – rompimos e irrumpimos en la tradición funeraria con aquella estentórea declaración de tonta rebeldía del “a mí, que me quemen”, con que los adelantados del tiempo queríamos combatir la absurda (y muchas veces vanidosa) ocupación de un trozo de tierra, con erección de mausoleo incluido, ya que no otra cosa, para una posteridad tan absurda como ególatra… Las cenizas son más prácticas, discretas y democráticas, nos dijimos a nosotros mismos, y comenzó la usanza del que-me-quemen-la-panza.

Sin embargo, observo que hasta a esta otra costumbre trasladamos nuestra “vanitas, vanitatis”, nuestro deseo de presunción personal – por nosotros o por nuestros deudos – al querer demostrar lo que ya no merece la pena ser demostrado… Y convertimos en otra moda presuntuosa el aquel “y a mí que me quemen”… …Pero deseo que tiren mis cenizas en el Polo Norte, entre las focas, o que me guarden los inuits en su igloo; o que aventen mis restos en el Macchu Pichu, orientación Nazca, please; o que las depositen entre las nieves eternas del Kilimanjaro; o que las esnifen los indios hopi en el valle de Arizona; o que se expandan desde el más alto baobab de la sabana africana; o como un jefe wikingo, ardiendo en su drackar… Yo solo tendría que soplarle a la oreja de mi único hermano mi último deseo, como depositario de mis últimas voluntades, para joderle la vida. O, al menos, complicársela. Y ahí tienen a los deudos gastándose lo que no se les deja, o triscando monte pelado, o recorriéndose medio mundo jodido para darle el último puñetero capricho a un tío que ya no existe…

Porque esa es la única y pura verdad: la no existencia. Al menos en nuestra realidad, de esos, u otros cualquiera, restos… Si se venera la memoria del sujeto, tal memoria, desde luego no reside en el detritus que tanto guardamos, veneramos y totemizamos en la caja o en la jarra… Y por mucho que nosotros queramos anclar, sujetar y esclavizar tal memoria a nuestros deseos, fes y creencias, la tal memoria, si existe, y aunque yo crea que existe, ya no está aquí, por el simple hecho que no es de aquí, aunque naciera aquí… El recuerdo de su paso queda en los que deja hasta su total olvido, como un aroma, en los recónditos rincones de nuestro cerebro, enredado en los hilachos del tiempo. Pero, desde luego, no reside en sus huesos, ni en sus cabellos, ni en sus cenizas, ni en ningún resto por mucho camafeo en el que lo convirtamos y le otorguemos nuestra adoración, veneración o devoción. Eso es tan solo que nuestro apego a la iconografía.

A mí, personalmente, claro, me da exactamente igual que me entierren, que me metan en un cenicero, o que echen mis restos a los cochinos para que los procesen en chorizos. Me trae sin cuidado. Si de algo estoy convencido es de que yo no estaré ahí. Para nada… Digo más: incluso ahora, que habito y me conduzco en mi cuerpo – más o menos utilitario – y mis órganos, tampoco soy ellos. Menos aún cuando yo los deje, o ellos me dejen a mí. Cada cual seguirá su propio camino, y es una rotunda gilipollez que los que me siguen, sigan (valga la redundancia) de los dos, el falso. Al que ha estado vistiéndose de mí sin ser yo. Es una imagen inconsistente.

La atracción que sentimos durante siglos, incluso milenios, por los cementerios, no es otra cosa que un intento, desesperado, desmedido e inútil, de prolongar artificialmente la vida de nuestros seres queridos y conocidos en su paso por este mundo (y así, que con la nuestra hagan lo mismo los que nos preceden). Tenemos así a los nuestros con nosotros en la vida y tras su muerte, ocupando un lugar físico, real, palpable, concreto… aunque vacío. Absolutamente vacío. No cabe duda que la restauración (porque ya lo hacían culturas anteriores) de la cremación, de convertir en polvo lo que fue polvo, no deja de ser un pasico en la buena dirección de recuperar esos enormes y monstruosos espacios quitados a los vivos para entregárselos a los muertos, pero aún lleva la impronta de los adoradores de imágenes que somos. Estamos montando una parafernalia alrededor del tarro de cenizas de media vuelta y macha atrás, que alguno ha visto hasta con la firma del Arca de la Alianza…

Es la misma guerra cósmica que se libra desde el principio de los principios entre el espíritu y la materia. La inacabada lucha entre los ángeles que los representan. En el ser humano toman parte ambas, y lo forman y lo conforman desde su nacimiento… Lo que con estas tendencias estamos demostrando es que aún tiramos para la materia más que para el espíritu. Que nos dejamos seducir más por el cascarón que por el huevo, por los despojos más que por el mojo… Y damos a entender, continuamente, que nuestro más allá siempre nos cae bastante más acá.

Que culturas antiguas hubo que nos daban sopas con honda en este conocimiento, y que nuestra evolución en un sentido ha implicado una involución en el otro… Miren, de verdad, a mí me vale que encierren mi casquería en una pirámide, y que me lo monten en plan pharaon-look por la cosa de los selfies y eso. Pero, óigan, que es cierto, que eso no sirve de nada. Absolutamente para nada. Tan solo para que los muertos entierren a sus muertos…

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ

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