AQUEL TEATRO

Un amigo, José Antonio, me manda una vieja fotografía en blanco y negro rescatada de un libro, “Teatro en Los Alcázares”, en la que aparece mi persona en escena con Candelita Bastida, gran persona, gran mujer, gran artista… hace ya la tira de años (alrededor de sesenta). Otros tiempos, otras cosas, otras vivencias, pero la misma vida… “Teatro de pueblo y pueblo de teatro” es el título honroso que podría definir a aquél pueblo que fue historia de la pequeña cultura, y que nos marcó a tantos de los que un día fuimos, y estuvimos… Y lo digo así, porque “estar” y “ser” no siempre coinciden en la existencia de las personas. Estos “Tiempos Líquidos” que hoy vivimos (Baumann), con prisas de todo y corriendo por todo, que más parecen una liquidación de tiempos, vivimos más en el “estar” que en el “ser”… Más de postureaje que de bagaje – poco de valor añadimos al segundo – y escasamente enriquecedor. Viajamos y nos vaciamos entre lugares, fiestas y movidas, desaforados, con el único fín de colectar selfies que nos digan a nosotros mismos “yo estuve allí”, pero no el “yo fui allí”, en busca de experiencias con que madurar y hacerse. Hoy se vive mucho y deprisa, pero poco producto esencial y de conocimientos cosechamos. El caso es que esa foto me transportó durante un buen rato a otro “yo” que también soy yo… Una entidad que forma parte de lo que uno es, y que suele olvidarse porque – decimos –“lo pasado, pasado está”, frase incierta y errada, pues lo pasado, dentro está. Algunos de aquellos, o aquellas, que me siguen, podrían advertirme: ¡cuidado!, que tú postulas el contínuum presente einsteniano, y estás a punto de contradecirte, hermano… Pero, ¿es así realmente?. Lo que mi alma, o espíritu, o mente, tío Vicente, me dicen, es que ese pasado forma tanta parte del presente como este mismo presente. Somos lo que somos porque fuímos lo que fuimos. Soy el resultado actualizado de lo que un día fui… y lo más importante quizá: de porqué fui. He aludido a que aquel pueblo mío era un pueblo de teatro de pueblo, porque sus tiempos, su sociedad, su gente, transcurría entre meses de su almanaque señalados por eventos teatrales, que era hitos vivenciales. En una sociedad de no sé yo si un par de miles de habitantes, quizá menos… Una gran familia que respirábamos los mismos, justos y escasos eventos. Ese libro que cito arriba, escrito y recogido como los frutos de un árbol por mi prima Rosa del Carmen y su equipo, no es otra cosa que el latido, fuerte y marcado, que pulsaban juntos los individuos de aquella sociedad de humanos constreñida en una posguerra en la que nos tocó hacer de perdedores y pagadores. Así que el teatro era el mejor medio y la más perfecta válvula de escape e identificación común, donde toda una sociedad se encontraba y se reconocía a sí misma consigo misma, en torno a una actividad que la integraba y de la que se nutría… Nosotros, los actuantes, escapábamos a través de nuestros roles; y los demás, lo hacían a través de nuestros personajes, viéndose ellos mismos en nosotros, sus amigos y vecinos. Era una simbiosis compacta y perfecta. Aquél artífice original, Urbano Olmos (al que luego siguió mi primo Antonio), armó a su alrededor, con sus prójimos más próximos, una farola que alumbraba (también deslumbraba) a aquella escasa comunidad necesitada de trascendencia vital. No era raro que todos levitáramos como polillas de luz alrededor de ese fanal… Yo fui uno de ellos: mediocre jornalero por un tiempo, de aquél, sin duda alguna, “teatro de las maravillas”. Resulta muy curioso, con el padre tiempo de por medio – sí, lo sé, ese que no existe – analizar unas vivencias y experiencias, que, si bien en su momento, pudieran parecer superficiales, por la juventud que uno arrastraba, y que, aparentemente, quedaban lastradas en un album viejo de recuerdos amarillos; para luego, después, ahora en concreto, puedan resurgir mostrándome, con una claridad que casi asusta, las consecuencias determinantes e importantes de aquello; en conformarme y confirmarme, para bien o para mal, como en realidad soy… Ni bueno ni malo sino todo lo contrario, pero tal que en mí mismo así mismo. Nos pasábamos semanas en que todas las noches, tras nuestros trabajos, cada uno con sus circunstancias a cuestas, nos juntábamos a ensayar. Cada cual había de encarnarse en su papel, y memorizarlo, y encajarlo y coordinarlo con el de los demás para dar una respuesta de auténtica unidad, de bloque, de equipo… Cada cual con el suyo y todos en los de todos. Pura y dura labor de conjunción… luego, la eclosión, la transformación, el vivir dos vidas a la vez. Después, los días mágicos de representación, en que te exponías a cientos de personas inquisitivas que vivían tu personaje a través de tí… El peso de la responsabilidad y el agradecimiento sincero, rendido y profundo, a la benignidad de juicio, la magnanimidad de los que te tienen por uno de los suyos. Es posible que la huella que dejó no se sienta, apenas se note, descanse en el olvido, pero está ahí, sin borrarse un ápice, como una marca en la vara que uno coge para andar el camino… Yo fui, naturalmente, un actor medianomalo, nada destacable, del puro montón, pero me ayudó a ser persona como pocas cosas; a entender que responsabilidad viene de responder; de que el papel del de al lado depende del tuyo; de sentirse parte del conjunto, y ser parte de un todo que es solo uno… Quizá los que vivieron lo mismo que yo lo entiendan. O quizá lo entiendan de otra forma. O quizá no… Pero lo que sí es cierto es que la existencia abarca las vidas, y las vidas transcurren en un teatro. En obras donde elegimos roles previos en la noche de reparto (existía, y existe, ese espacio del reparto de papeles), y que luego hemos de defender con nuestros propios valores humanos y nuestra mejor virtud y dignidad posibles… Entramos y salimos de escena inmersos en nuestros personajes; al principio inseguros, pendientes del “apuntador” bajo la concha, y luego, dominando el papel, o el papel dominándonos a nosotros, y ocupando nuestra parte de escenario. Toda vida es una obra en tres actos: planteamiento, desarrollo y desenlace… Y el mundo es nuestro escenario. Entramos y salimos representándonos a nosotros mismos como si fuéramos ajenos, solo para adquirir y depurar una experiencia, que, de alguna forma, intuímos que vamos a necesitar (igual que yo he conocido útiles mi experiencias teatrales evocadas desde esa foto-recuerdo)… El teatro del mundo puede cambiar de escenarios, los escenarios pueden acoger multitud de obras y representaciones. Los libretos pueden ser diferentes, los dramas y comedias distintos, pero el helenco de actores somos los que nos mantenemos en contínuo movimiento entre escenas y bambalinas. Y eso es así, lo queramos o no, nos guste o no nos guste el Teatro… Seamos o no creamos ser. Miguel Galindo Sánchez / info@escriburgo.com / www.escriburgo.com