COMUNIONES

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Gracias a Dios ya está acabando por este año el festival comunionil. De verdad que me gustaría decir que lo de las Comuniones tiene todos mis respetos, aunque en modo alguno lo comparta. Pero no. Es que no es así, no puedo respetarlo. De hecho no lo respeto en absoluto. Y así mismo lo confieso. Quienes no respetan algo digno de ser respetado, como el propio Evangelio, tampoco pueden ser respetables. Lo siento mucho.

                El fenómeno de las comuniones no tiene nada de evangélico, aunque se haga, falsamente, en su nombre. Son actos sociales de pantagruélicos sacabarrigas, donde todo exceso vale, donde cualquier fuera de traste se justifica, y en el que el festejo sobrepasa y desautoriza absolutamente el origen y sentido del acto que motiva tan festejo. Una Primera Comunión es ya tanto o más que una boda. Una excusa para confeccionar un montaje a la altura de los más enfermizos egos. La parafernalia anula la propia razón del mismo. Y el circo, si bien es cierto que está a la altura de sus payasos, ofende profundamente el porqué del motivo. Y esto es así, aunque nos joda reconocerlo, que jode, y mucho…

                Pero es que luego hay otra cosa: la falta de coherencia personal de los que embarcan y se embarcan. Son decididamente incoherentes con ellos mismos y con los demás, y lo saben. Por eso se pone siempre, siempre, siempre, por delante, como burda y patética excusa, a los críos, a los menores de edad, a sus propios hijos, con los que justifican la comodidad de zafarse de la responsabilidad que supone educarlos y demostrarles lo que significa ser consecuentes con lo que se dice y se piensa, con lo que uno construye como valores personales, aunque, evidentemente, demuestren ser más falsos que la falsedad misma.

                “Es lo que ellos quieren”, se dice. Y lo dicen padres que se casaron por lo civil, y no los bautizaron porque tal postura era una demostración seria y honesta ante la sociedad y para consigo mismos. Valores personales que no son capaces de seguir defendiendo ante el deseo inoculado por la sociedad en un niño: su hijo. Aquí ya no se da el valor de la coherencia, aquí prima el valor de la justificación, de la excusa: el niño al que estamos demostrando que esa honradez personal de la que hicimos gala en su día no somos capaces de mantenerla después. Preferimos adulterar y sacrificar lo que debe ser una libre elección motivada por la madurez de un ser humano que está bajo nuestra responsabilidad, a educarlo en tales valores.

 Pero lo curioso de esta vanidosa y vacía pasarela es que ya la están denunciando sociólogos, analistas, divulgadores, pensadores, e incluso el famoso y prestigioso Juez de Menores, Calatayud, ha levantado la voz y nos ha advertido del falaz ejemplo que estamos dando a esos menores, y de sus fatales consecuencias… Todos, menos quién en verdad debería hacer valer su autoridad moral: la propia Iglesia. Esa Iglesia calla, ve lo que pasa y consiente, ve venir los niños en limusina y traga. Y sabe que todo es falso. Pero se cisca en el Mensaje porque comparte en el potaje.

Mas sabe que es un teatro obsceno en el que se usa y abusa de lo que se dice sagrado durante toda una vacía y vana catequesis. Que el motivo y origen de algo espiritual se trufa, se cubre y se entierra en la más grosera materialidad. Pero a la sacra institución le da igual, le importe un bledo, tan solo otorga y se dobla a lo que la sociedad le impone, ¿a cambio de qué?