CUENTHISTORIAS

Resultado de imagen de aBRAHAM Y LOS PROFETAS

Que La Biblia es un relato épico y dramático de enorme belleza y complejidad está fuera de toda duda. Lo de que sea palabra de Dios – con todos mis respetos – ya es otra cosa. No es una historia religiosa de un pueblo elegido por un extraño dios elector, sino más bien una historia terrenal de un dios elegido (fabricado) por un pueblo que extrañaba y deseaba tener un dios para él solo. Un dios hecho a su imagen y semejanza.

La narración comienza en un Jardín edénico con los primeros Adán y Eva que comenzaron a engañar a Elohim (dioses) con una serpiente, por la propiedad de un jodío manzano. Sigue el relato con sus hijos, Caín y Abel, al menos, donde gana el malo (vive) y pierde el bueno (muere), con la descendencia del malo, Enoc, su nieto, que escribió un libro y engendró al tipo más longevo de la historia (sagrada) Matusalén… Y así, hasta llegar a un Noé que prefirió salvar a los animales antes que a las personas (orden divina difícil de entender) por el solo hecho de que se cachondeaban de él por construir un arca cuando el personal moría de hambre por la sequía. No sabían los desgraciados que estaba conectado con Aemet.

Y así todo para llegar al meollo de la trama: el origen y fundación del pueblo de Israel: Abraham. Un patriarca que asoló la tierra de Canaán con su tribu y ganados y al que nadie puso freno. Se desplazó y explotó como un okupa asentamientos y pastos ajenos como si la finca fuera suya. Para eso tenía a Yahvé como garante de fechorías. Con su legítima tuvo a Isaac, y con una de sus muchas concubinas, una tal Agar, tuvo a Ismael. El mismo dios caprichoso que preñó a su esposa, Sara, como regalo de senilidad, luego le pide la vida del hijo nacido de ella para, después, perdonársela en el último momento a cambio de mandar a tomar por saco al otro pobre zagal con su madre, desterrándolos al desierto. Extraño y puñetero dios ese…

Y fue así porque a ese Dios se le había puesto por montera el chiquillo con el que él no tuvo participación alguna, y convirtió en su ojico derecho al que sí la tuvo. Hasta tal punto que sembró en su hijo, Jacob, nieto de Abraham, la tercera generación, nada menos que el germen de la nación judía. “Te haré padre de todas las naciones”, le prometió al abuelo con voz tronadora. Así que Jacob se esforzó en engendrar una docena de hijos, que fueron las doce tribus de Israel. Mucho trabajo de camastro para aumentar el catastro.

Pero es que este singular personaje de vida aventurera, que se dedicó a procrear y levantar altares por donde pisaba el polvo que echaba, cambió su nombre por el de Israel (de ahí le viene la casta al galgo) porque se las tuvo tiesas con un ángel que bajaba – en sueños – por la misma escalera que él subía. Se ve que se dieron de hostias, aunque aún no se había inventado el patronímico, por la cosa de a ver quién tenía derecho de paso. Y se quedó con el mote de Israel, que significa “el que peleó con Dios”… ¡Ídem mío, qué barbaridad!.. Un Yahvé que anda jodiendo a todo inocente que se le cruza en su camino sin someterse a su voluntad, pero premia y condecora al que se le pone chulo… Flipante.

Lo que no entiendo es cómo la sarta de guionistas mediocres que andan malpariendo series de vomitiva calidad, no ven aquí el filón de enormes e inagotables posibilidades a que da esto. Es una auténtica mina de historias parecidas a ésta. Aquellos antiguos escribas de hace miles de años tenían una imaginación de una exuberancia tal que ellos no pueden ni llegar a soñar tener en un millón de vidas.

Así que yo prefiero cien veces La Biblia a un vulgar Cuéntame cómo dicen que pasó. Es más brillante, más estimulante, más imaginativa, más apabullante, más colocante, y, si me apuran… hasta más real… De realeza, digo…

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