DE ALLÍ VENIMOS

de Pressenza.es

 

Leí en uno de sus dominicales a Arturo Pérez Reverte… “Cuando fui soldado soviético”, titulaba el artículo. Y narraba una de sus aventuras infantiles, inspirada por aquellos tebeos (no cómics) de Hazañas Bélicas postguérricos, en que se pasó subrepticiamente de unas historias favorables a los alemanes y a las potencias del Eje, a un apoyo incondicional a los aliados en general y a los americanos en particular, en consonancia a la evolución interesada cuando perdieron la guerra los socios del régimen (los nazis), y se fueron cambiando la chaqueta para hacerse útiles a los que fueron “enemigos” y ganaron la guerra. Todo valía – y sigue valiendo – para asegurarse el poder y tener el culo en el mando en plaza.

Pérez Reverte es algunos años más jóven que yo, pero resulta curioso el paralelismo, en varios artículos ya, que he señalado con él en cuanto a sus “aventis” y sus recuerdos, en relación con mi propia vida de entonces, o con mis propias valoraciones, al menos, de esa misma vida… En este artículo suyo que referencio aquí hoy, tambien se desliza una casualidad, ya no sé si fruto del azar o de esa otra causalidad que, aparentemente, rigen las existencias…

A mí también me ocurría que, embelesado por aquellos personajes de tales tebeos: Capitán Trueno, Jabato, El Guerrero del Antifaz, El Llanero Solitario, Supermán, Hópalong Cassidy, o las propias Hazañas Bélicas, de Boíxcar (un represaliado, precisamente, de nuestra Guerra Civil), en mis primeras infancias – hay varias infancias, no lo duden – siempre con algunos amigos de juegos, nos tocaba encarnar algún que otro héroe, según dependiera de las “armas” y/o atrezzo que tuviéramos más a mano, si bien los medios eran tan rústicos con reversibles (ventajas de la imaginación) y podíamos convertir una vara de palmera, o una caña gruesa, tanto en una espada como en una escopeta, llegado el caso, incluso en una ametralladora, si le aplicábamos la onomatopella del rat-at-at al asunto… Lo demás, las batallas y escaramuzas, según ciertas reglas pactadas previamente con el “enemigo”. Y, como en el deporte de la esgrima, todo se desarrollaba justo hasta la “vista de sangre”, aunque había veces que ni así amainaba el calor de la contienda.

Y, como a Arturo, a mí también me sucedió un hecho mal encarado. Estoy hablando de una época – y lo aclaro para las generaciones jóvenes – en que el comunismo en España estaba considerado como el satanismo. Cuánto oliera a izquierdas, fruto y consecuencia de la cercana guerra civil, era apestar a puro azufre. La exhibición de algún símbolo soviético era prisión directa y luego ya se vería, y el tarareo de La Internacional te llevaba ya directamente al paredón, o casi. Con la recomendación de algún personaje de derechas probadas y aupadas, quizá podrías salir, con suerte, del envite, con algún escarmiento brutal como “aviso a navegantes” incorporado, claro… Ese era el clima político y el ambiente social que dominaban calles y cenáculos… Bien, pues, como decía, yo era entonces muy aficionado al dibujo, llenando y emborronando hojas de libreta compulsivamente con aquellos lápices de colores rudimentarios que no llegaban a Alpinos, no solo de personajes bélicos, si no también de banderas, escudos, blasones, insignias, anagramas…

… Que si la cruz gamada; que si las barras y estrellas, realmente difícil ésta; que si el círculo colorao japonés, muy fácil esta otra; que si la hoz y el martillo… ¡¡ La hoz y el martillo ¡!, chiquillo… Cuando mi maestro, por un casual hechó un vistazo al pupitre que ocupaba y vió lo que estaba dibijando, lo ví ponerse lívido, mirar de un lado para otro, nervioso y pasmado, mientras tapaba de un manotazo mi obra de arte, y su galillo subía y bajaba como un montacargas… Se llevó estrujada la libreta, mudo y tembloroso, y estrujó la hoja de la ignominia, y, de espaldas a la clase, lo noté hacerla añicos, pedacitos minúsculos, que se metió en el bolsillo de su descolgada chaqueta si ni siquiera molestarse en tirarlos a la papelera… No me dijo nada, tan solo me miró. Pero en esa amirada intensa iban todas las advertencias del mundo: las que comprendía y las que no, todas ellas.

Si llego a caer en la clase de al lado, no sé lo que hubiera pasado, por decirlo en suave pareado. Tuve la gran, enorme, suerte, de tener un maestro no exáctamente afecto por el régimen (fíjense el detalle que no digo afecto al régimen, más bien lo contrario); para mí, desde luego, el mejor maestro que pude tener; un don Joaquín que no nos merecíamos ninguno de aquellos desasnables; un Don Joaquín como la copa de un pino, al que nunca, jamás, ya podremos agradecer lo que hizo por todos y cada uno de nosotros, pues justo en esa clase de al lado, lo que se apreciaba a través del tabique, era otra cosa, muy, muy distinta… En fín, cosas de la época y casos de la historia.

Lo que el artículo de Pérez Reverte me devolvió a la memoria y me trajo al pensamiento, no es tan solo que un recuerdo infantil. Es bastante más que eso… Es la valoración de lo que superamos para llegar a dónde ahora estamos… Es la constatación del poco valor que los jóvenes de hoy conceden a lo que tienen… Es incluso el desprecio del regalo de la democracia por parte de los propios políticos subidos al carro del poder gracias a esa misma democracia… El poner la incultura como derecho y el insulto como deshecho en nuestros parlamentos; y esos desgraciados sistemas educativos en los colegios, donde hacen preguntar a los nuevos ignorantes lo de… ”¿pero no fue la República la que se levantó contra franco?..”. (literal y verídico).

Miguel Galindo Sánchez / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com