DESPOJOS DEL AYER

 

¡Abc, Madrid, Ya, Informaciones..!”, gritaba como un aleluya cada mañana de verano que pasaba, y pisaba (el resto del tiempo me estaba vetado) el Café de la Encarnación y el patio de su Hotel… Alguna docena de periódicos caían allí, y aflojaba el peso de las cuerdas que anclaban las dos tablas de madera y su contenido sobre mis escasos hombros. Alzaba unos ocho o diez años sobre el suelo. Luego tenía que recorrerme todo el largo litoral del pueblo repartiendo los suscritos a los veraneantes habituales embarcado en – y embargado por – unas sandalias de goma caliente que olían a caucho chamuscado.

En un par de añicos más, mi hermano asumiría una parte del recorrido costero y todo sería más fácil… un verano más y seríamos dos a repartir y a compartir. También las propinas, claro. Aquellas familias de privilegio pagaban por semanas mi servicio, y casi siempre caía alguna “perragorda” de propina con que alegrar un rato en los futbolines del Parra si juntaba un par de reales o alguna peseta… Mi madre quedaba en la caseta abierta a la Feria, a cargo de la administración del quiosco y de lo que nosotros llamábamos “casa”, un eufemismo para distinguir la una de la otra, mientras mi padre asolaneaba vaya Dios a saber dónde agarrado a sus brochas y botes de pintura.

Hoy se le hubiera llamado a eso “explotación infantil”, pero en ese ayer era supervivencia familiar pura y dura. Entonces se decía que un hijo “traía un pan bajo el brazo”, pero previo a ese pan, el zagal se había comido ya muchos panes antes de poder apenas apencar una punta de chusco a la magra mesa común. Y eso, dando gracias, claro, y no pocas… Yo veía a otros críos como yo (que no iguales que yo, por supuesto) en esas casas en que recolectaba reales por periódicos, vivir una especie de existencia feliz, regalada y festejada, de principitos reinantes, que depositaban en mi cuatro palmos de figura cierta mirada de sorprendida extrañeza, y que sus mayores trataban de evitarles con también cierto disimulo… Mucho más tarde entendí la lógica de las diferencias y las matemáticas de las distancias.

No sé por qué, cada vez que llega el estío, todos estos recuerdos me vienen en tropel desde quién sabe dónde, y atropellan mi mente pidiendo paso y cancha, como pequeños animalillos desaforados… Y también cada año los intento exorcizar dándoles suelta por alguna de estas escrituriales, a ver si se cansan y se calman, y vuelven a su cubil de mi subconsciente. Pero no señor, salen tras haber hibernado, como la marmota (también mis hibernaciones de entonces me eran gratas y placenteras), y nos reclaman del recuerdo aquel baño ganado a pulso – a pata y lomo – tras la ordalía de cada mañana, antes de la comida y mediasiesta en la estrechez de lo que a mí me parecía entonces un barco de madera cuando el levante hinchaba las cortinas, que se me hacían velas, de los escasos y menguados ventanucos.

No voy a ponerme a comparar los qués y los porqués, pues eso sería un recurso muy manido, y muy fácil. Lo natural es que, casi setenta años después guarden distancias, y que las distancias muestren las diferencias… La cuestión es que lo usemos como conocimientos experienciales de vida, y no como excusas para justificarnos de nada ni por nada. Hace más de medio siglo, bastante más, desde mi primera juventud y con mis primeros impulsos, con la apenas brisa de una democracia cercana que nos hacía aventar por los ollares aires de libertad, el concepto de justicia social y de lucha contra las clases nos salía por los poros del alma (si es que el alma tuviera poros)… La justificación nos venía que ni pintiparada: “ no quiero que mis hijos pasen lo que yo… o por donde yo …”, ya saben. O el “quiero darle a mis hijos algo mejor de lo que yo he tenido”, y nos encajaba como un guante. En muchos casos nos quedábamos largos en dialéctica y cortos en valores, debido a un sistema educativo cojo y renco. “Pero eso es otra historia”, como diría Willy Wilder.

Hoy, desde mi madurez,, o digámoslo sin hipócritas pegatinas: desde mi senectud, veo aquellas experiencias hasta con gratitud, más que como rabiosa reivindicación… Y lo hago por un par de razones más o menos concretas: primero, por el conocimiento adquirido; y segundo, por la reflexión que ello ha traído consigo a lo largo de los años, y que me ha acercado a la comprensión de los hechos, más que al enfrentamiento con los mismos. La perspectiva del tiempo es, a veces, más sabia que nuestros propios sentimientos a flor de piel, y concede sensatez y profundidad a los resultados.

No hace mucho, una hoy muy buena amiga y excelente persona, descendiente directa de aquella clase y época, me hizo una pregunta casi que cauterizadora: “en esos veranos, cuando tú ibas a llevar el Abc a mi padre a nuestra casa de la playa, ¿no llegamos a vernos alguna vez?, yo apenas guardo conciencia, una vaga sombra…” Sin embargo yo lo recuerdo perfectamente, con gran nitidez, como una criatura esplendorosa, de otro mundo, aunque tremendamente presente. Mi agradecimiento a las décadas de nuestros tiempos, del suyo y del mío, es que en nuestro presente nos tratemos como iguales, sin distinción de nada ni por nada. Eso es lo único que importa, o, al menos, lo único que me importa.

Esa persona y yo, de niños “éramos” del mismo plantel, pero “estábamos” en diferentes macetas… Casi que mejor dicho: “nos tenían” en distintos niveles, en desiguales estatus. La sociedad estaba concebida (hecha, construida) de otra forma que hoy, y nosotros, entonces, éramos simples peones de las circunstancias que otras torres y otros alfiles disponían sobre el tablero… No fue nuestra culpa la situación aquella, pero sí que fue nuestra responsabilidad el cambiarla después.

Cuando oigo ahora voces jóvenes con tonos viejos; gente nueva que quiere resucitar el odio, la división, las diferencias; espectros siniestros de un pasado que reivindican antiguas reliquias de dominio y dominación; y veo aquel desprecio y prepotencia reflejado en sus ojos y en sus palabras y pensamientos, me aflige una pena infinita…

Miguel Galindo Sánchez / info@escriburgo.com / www.escriburgo.com