DÍA DE TODOS LOS... CEMENTERIOS

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No he querido escribir esto antes del archiepiscopal Día de Todos los Santos por la Gracia de Dios, cuyo todopoderoso preludio es Hallowin por la gracia de EE.UU., cuyo fervor popular y populachero está ganando terreno el segundo sobre el primero… Y con tal diferencia que hasta en las escuelas es oficiosa asignatura obligatoria y en los edilatos selfie prioritario. Y no lo he querido hacer porque lo de la tradición cementerial (de santo cemento) aún tiene fuerza suficiente como para lanzarme anatema de excomunión y quema en la hoguera, y a uno lo va ganando la cobardía por ya ver cercana la puerta de salida a otros mundos, mis muy estimados mosenes…

            Pero si no fuera por eso, quizá que esos cementerios ya ni existirían. Y me remito a la puñetera historia, como siempre. En cualquier templo antiguo puede leerse la crónica de la época. En el antealtar se sepultaban a los más poderosos, en los laterales a la nobleza secundaria, y en el atrio a los que seguían en importancia. Todos según legado a la Iglesia en tierras, privilegios y doblones. Fuera, alrededor y a la intemperie, los siervos de la gleba encontraban el consuelo de terreno sagrado, expulsados de la noble piedra… Que siempre hubo clases, naturalmente.

            Fue en el año 1.781 en que se dieron cuenta que en las poblaciones de masivo enterramiento por masivo “moramiento”, se destapaban, de vez en cuando, pequeñas  mortandades incontroladas. La magnitud que alcanzó la de Pasajes puso en alerta a los regidores de la época, al ver que existía una relación directa entre el número de enterrados dentro de la población y los habitantes circundantes más próximos. En las crónicas escritas quedó la “alta posibilidad de que fuera tifus exantemático o fiebre tifoidea, sin que pudiera descartarse un tipo rural de peste bubónica”. La ciencia de entonces añade que “se pone el foco en la contaminación del aire por los vapores creados por la descomposición de los cuerpos allí enterrados como causa de la enfermedad…”.

            Fue la administración de Carlos III – adelantada en obras públicas, que modernizó el atraso endémico de España – la que dictaminó “enterrar a la gente en cementerios bien alejados de las poblaciones y en lugares, altos a ser posibles, y bien ventilados” (Esteban Rodríguez de Ocaña, catedrático de Historia de la Ciencia, en la Universidad de Granada).

            La Real Cédula de Carlos III de 1.787 casi que logró acabar con una tradición que en algunos lugares de España aún se prolongó hasta bien entrado el siglo XIX, y es que, muerto el monarca, perdió fuerza el impulso modernizador y de salubridad pública del Estado, pues la Iglesia se opuso en bloque, ya que, con los nuevos cementerios civiles, perdían ingresos por la venta de derechos de enterramiento. Ya sabemos lo que vino después: cederles tales derechos haciéndolos cementerios parroquiales. Lo de terreno consagrado ya no era por proximidad a templo alguno, si no por bendición expresa. Y ancha es Castilla, amigo Sancho…

            Esto fue ayer mismo. Aunque aún hay sagas y linajes que mantienen sus privilegios de enterrarse en catedrales e iglesias, y personajes del mundo económico (en Roma existen templos que acogen a capos de la mafia calabresa) a los que se les hace un hueco en el espacio sagrado a golpe de talonario y pingües donaciones.

            Como verán, todo es un puro negocio de intereses. Y no santos, ni de santos, precisamente, aunque sí religiosos y comerciales. Las tradiciones que tanto se veneran están constituidas por simples y vulgares costumbres, al fin y al cabo, y no todas las costumbres son (ni han sido) buenas costumbres. También hay (y hubo) malas costumbres. Y cuando “tradicionamos” una costumbre no nos fijamos en su naturaleza positiva o negativa, solo la adoramos y la ponemos a rendir intereses a su alrededor, pues, en definitiva, de eso se trata: de los dividendos pegados como las lapas al casco de las tradiciones.

            Esta es la auténtica, la verdadera, historia. Lo del “busca dentro de ti”, tanto a Dios como a tus deudos amados que los presumes a Su lado, que dijo el mismísimo Cristo, solemos dejarlo a un lado, bien sellado y guardado en una tumba, y nos apuntamos a lo de los “sepulcros blanqueados”, que también dijo Jesús… Y para no salirnos del evangelio real del divino galileo, “…dejad que los muertos entierren a sus muertos”.

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