ESAS VIEJAS FOTOS

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Me trajo mi hermano cinco fotos familiares con más de sesenta años de antigüedad. Si es que podemos llamar antiguo a lo que tiene más de medio siglo. Lo digo, porque entonces, un servidor mismo que pasa los 70, es ya una antigualla. Me convierto en algo así como un cuadro de El Greco. Por eso hay que hablar con prudencia cuando decimos fotos antiguas estando nosotros en ellas. Porque si ellas lo son, nosotros también lo somos. Pero vamos, son fotos de las que yo llamo eufemísticamente “de la serie sepia”, aunque sean un pelín más jóvenes, más bien de la serie “gris-antañón”, si bien ésta aún está por definir…

Pero sí, cinco fotografías en las que salimos de críos, con primas, tíos, padres y familia, en algún que otro acto más o menos festivo y puntual. De esos que se daban un par al año como mucho, no como ahora que son un par al mes. Y de los que si no tenías un fotógrafo a mano y unos duros de sobra en el escaso presupuesto, no podías inmortalizarte. Por eso el valor inmenso que atesoran. Si lo comparamos con el vértigo actual, febril y gratuito, instantáneo y compulsivo, del selfie de hoy, es como si fueras un personaje sacado de una obra de Carl Sagan. Uno de los que han viajado en la máquina del tiempo. Los de mi generación lo sienten como si el pasado fuera el presente y el presente ya fuera futuro, no sé si alguien me entenderá…

Y cuando digo lo de inmortalizarse (hoy es instantanearse) hablo de inmortalizar, literalmente, y literariamente, hablando. El que en esa época, los que entonces éramos criajos, hoy conservemos en esa memoria gráfica hecha de papel – que entonces rozaba el milagro – a todos nuestros familiares cercanos, tiene un mérito y una importancia que los actuales son incapaces de valorar. Carecen de la perspectiva precisa… y preciosa. Porque precioso era el ingenio fotográfico, por laborioso que entonces era, el que ahora nos permita volver a ver, volver a reconocer, la casa, los contornos, el paisaje, los seres queridos con los que vivimos y compartimos la primera parte de nuestra vida. Nada más adecuado para recordar que el valor de la escasez, aunque fuera una escasez promisoria…

Porque sí, porque ese tipo de fotos, como algo nuestro en extinción, nos provoca un montón de sentimientos, puede que también a extinguir, en el rodar vertiginoso de los acontecimientos en que se han ido consumiendo nuestra existencia. No solo reaviva recuerdos, como ascuas que creíamos apagadas entre el cúmulo de cenizas de nuestra vida, pero que están vivas, y siguen muy vivas, entre las brasas. No es solo eso. Es que también nos produce extrañeza, y nostalgia, y valoración, y emoción, y reconocimiento, y…

Extrañeza, porque cuando repasamos unos instantes aparentemente olvidados del ayer, congelados en una vieja foto, nos produce una sensación extraña, como reencontrarnos con nosotros mismos, con lo que una vez fuimos, como rescatar la propia vida del montón de nuestra propia vida… Y nostalgia, porque aunque el clisé ese de que cualquier tiempo pasado fue mejor es un tópico, sí que es cierto que lo mejor de nuestro pasado (la familia, los amigos) lo guardamos en nosotros mismos. Y no es que sintamos nostalgia de nuestro pasado, si no que sentimos nostalgia de nosotros mismos. Es como si fuera al revés, al contrario: que nuestro pasado sintiese nostalgia de nosotros, de lo que una vez fuimos…

Y notamos que valoramos hoy lo que no valoramos ayer. Es un sentimiento de valoración retrospectiva. Le damos un valor especial a unos recuerdos que estaban sepultados y han sido removidos por unas fotos añosas. Las baratijas de entonces se han convertido en las joyas de hoy. Como un tesoro íntimo, solitario o compartido con otros supervivientes, pero tesoro al fin y al cabo. Como la alquimia que transmuta el plomo en oro en el matraz del recuerdo… Y eso es lo que nos produce esa sensación de reconocimiento para con las figuras ya desaparecidas, con nuestros muertos, y con las que aún repartimos contemporaneidad en la foto, o sea, con nuestros vivos. Es un reconocimiento próximo y cercano, por todo lo vivido y por cuanto se ha compartido. Un mudo y cálido agradecimiento a todos y cada uno de ellos…

Por eso mismo que una vieja foto es como una oración de gratitud en la que uno se reconoce a sí mismo a través de esos demás. Ojala que los que nos caen al otro lado de esa frontera, los que nos siguen, los de detrás de esta puerta, dentro de otros sesenta años puedan bajarse de la nube, de alguna nube de algún algo o alguien, otras fotos, otros selfies, que puedan hacerles sentir lo que los de mi edad sentimos hoy con las de ayer… Ojalá… aunque lo dudo.

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