INFALIBILIDAD

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Cuando una pacífica conversación con un convecino, al tocar la infalibilidad papal, se convierte en discusión, y esa discusión amenaza tormenta con truenos de fanática irracionalidad, lo mejor es dejarlo estar. No se trata de callar lo que debiera conocerse, no es eso, no, se trata nada más que de no hablarlo, pues no existe el diálogo… Pero sí de escribirlo, en la serenidad de la no ofuscación que otorga la simple crónica de los hechos. Luego, cada cual haga de su capa un sayo… o no lo haga.

            Y esa crónica histórica es que durante casi 1.900 años, la Iglesia nunca, jamás, había reconocido infalibilidad alguna en Pape alguno. Que fue Pío IX, el mismo de la ocurrencia de la Purísima Concepción, “un pobre hombre, emocionalmente inestable, desprovisto de dudas intelectuales, que mostraba los síntomas propios de un psicópata”, en palabras del eminente teólogo de prestigio mundial Hans Küng. Un Papa, por cierto, que fomentó y mantuvo el vergonzoso tráfico de castratti – niños cantores castrados – para su Coro. Unos 4.000 al año, comprados a sus padres a cambio de salvarlos del hambre, y que León XIII tuvo la decencia de prohibir en 1903. Y fue este elemento, el que, en su delirio, instituyó tal dogma de la Infalibilidad.

            Al ser despojado de sus desaforados Estados Pontificios (1.860), se autocalificó a sí mismo de “prisionero del estado italiano”, a pesar de mantener para él el mayor y más lujoso palacio de la cristiandad y todo el Vaticano, donde celebraba legendarios banquetes para 500 invitados, de diez platos a cual más caro y exquisito, los mejores cinco tipos de vino del mercado europeo, y todo entre el mayor lujo y dispendio jamás antes constatado (Frattini, 2003, pág.83) “…mientras Roma sufría gran mortandad por peste e inanición”, pero su autoridad temporal quedó tan menguada, que se vengó con su dogma sobre “su” divina infalibilidad (1.864).

            Así que, ni corto ni perezoso, promulgó el tal dogma, el más sorprendente y apabullante de todos los que confirman y conforman el cuerpo doctrinal de la Iglesia: se autocoronó como infalible a sí mismo, amenazando a los cardenales con apartarlos de sus bochornosos privilegios si no lo apoyaban. Y así lo han entendido muchos y conocidos teólogos desde su época (Lord Acton) hasta nuestros días… El ya mencionado Hans Küng lo denunció en 1.971 en su libro “¿Infalible?”,  por el que años después le valió la prohibición de enseñar teología por el entonces cardenal del moderno Santo Oficio, y después también Papa, Joseph Ratzinger. Aún y a pesar de haber sido el propio Küng consejero papal de Juan XXIII durante todo el Concilio Vaticano II… Quizá precisamente por eso mismo también.

            Esa es la historia, y así fueron tales hechos históricamente documentados y probados. Lo demás ya es cosa de inteligencia y de conciencia. Pero a mí me siguen sorprendiendo enormemente un par de asuntos a correlación: Uno, que la “catolicidad” en general (permítanme que no use el término cristiandad por respeto a Cristo) crea a pies juntillas tamaño disparate parido por una mente enferma y lo defiendan de forma y manera tan fundamentalista, y otro, que el actual papa Francisco no se lo haya cargado a las primeras de cambio, en pura conciencia y por pura consecuencia.

            Lo que me lleva a pensar que al papado no le interesa soltar lo conseguido, por falso, egocéntrico y mentiroso que esto sea. Y más cuando su grey defiende, sumisa y con uñas y dientes, las ruedas de molino tragadas por mucho que nunca puedan ser digeridas. La lógica lo impide. Y el sentido común lo sufre.

 

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