LA CALORETA

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¡..Oño, qué calor!.. Toca quejarse. Y es verdad. El cambio climático, como Dios, existe, al igual que las bruixas haberlas, háylas. Y nos trae unos veranos tórridos, insoportables. La gran Almudena Grandes, en El País Semanal, nos reprocha nuestras quejas, y cuenta sus veranos de niña en el pueblo, cuándo y dónde no había aire acondicionado, a condición de que hiciera aire, claro, ni piscinas, ni nada más que los subterfugios de los saberes y sabores de la gente de siempre, para calmar las destemperadas temperaturas, y nos dice que vivimos en un país donde siempre ha hecho calor en verano…

 

                Y es verdad. Cierto. Pero Almudena la Grande tiene que ser algo – bastante – más joven que yo, y tuvo que pillar unos estíos a mitad de camino entre los suyos y los míos. Porque yo también tengo un pueblo de recuerdos infantiles, y evocaciones de pueblo en verano. Y quizá pueda apreciar mejor que ella lo del cambio climático, por eso de que mi metro de medir es más largo que el suyo, y mayor la distancia a medir también… O quizá sea porque de gusarapo se pasa menos calor que de rana… aún más, siendo ya sapo viejo.

 

                Pero si no fuera por la edad, mis recuerdos son algo más frescos. Y los recursos para combatir la calorina también funcionaban como de ellos se esperaba, que detrás estaba la sabiduría popular de la experiencia. Desde las tiendas donde por dos reales nos abastecíamos de hielo con lo que nos procurábamos el mejor frigorífico natural del mundo para ese día, a los aljibes de agua fresca donde descolgar un cubo con la fruta, pasando por la cadena de pay-pays de las mujeres de la familia. Y funcionaban de puta madre…

 

                Las mañanas las recuerdo sudorosas, pero porque tenía la ordenanza de repartir periódicos a domicilio, y eso a canícula plena pesaba más que la propia prensa. Y las sandalias de goma se calentaban que ponían los pies como sanlorenzos. Pero cuando terminabas, los del pueblo teníamos y compartíamos con los foráneos una piscina enorme en un mar chiquito, suficiente para remojar calentores y calurones. Después de comer, las siestas sin siesta en el alto del quiosko ferial que habitábamos, de dormitorio único, familiar y cuartelero, piso de madera y techo de teja, con las ventanas enfrentadas abiertas se ponía en marcha el mejor ventilador del mundo, entonces artículo de lujo…

 

                Caídas esas horas, las vecinas ya habían baldeado, a fuerza de cubo y brazo, la calle de polvareda, y el segundo prodigio del frescor de la tierra mojada nos esperaba tras la merienda, a la entrada de la tarde. Había poca agua, aún menos que ahora incluso, pero nunca mejor ni más sabiamente empleada… Caía la tarde y entraba la noche, y las sillas comenzaban a nacer como setas en las aceras, y los cuerpos fatigados se dejaban caer en las aneas, y esas horas pasaban relajadas y reconstituyentes, y los mayores hablaban de sus cosas, y a los críos siempre había alguna Fuensanta que nos contara cuentos y películas…

 

                …Pero no me acuerdo del calor en sí mismo como se acuerda la gran Almudena Grandes. Lo recuerdo como la ausencia del frío, más que como el horno del bochorno de los de hoy. Recuerdo el ardor del verano en oposición al rigor del invierno, que entonces los inviernos eran invernales también, y no primaverales como los de ahora.

 

                Porque el problema es ese precisamente, que mis inviernos de hoy se parecen más a mis veranos de entonces, y los veranos de ahora se asemejan demasiado a los infiernos que me contaban en las sacristías de crío… Y quizá al infierno que me está esperando por borde, cuando ya no me pueda quejar ni del calor ni del frío. Y entonces será el llanto y el crujir de dientes, Almudena, nena…