LA GUERRA

(de El País)

 

Un amigo cafetero me pregunta por qué no escribo sobre la guerra… “por que me duele”, me sale como un borbotón. Y zanjo la cuestión. Después, en casa, en compañía de mi libro de turno, a solas conmigo mismo, me vuelve como un regüeldo agrio, ya saben, como algo no digerido que se queda dentro y pugna por salir. Pero, claro, no en el estómago, si no enredado entre las tripas del cerebro, de las de la mente (no es lo mismo lo uno que la otra), e incluso las del alma, con la que forman la ensalada.

Y es verdad: me duele. Me duele, porque no tengo una respuesta con la que capotear mi propia conciencia. La guerra no puedo analizarla desde fuera, por la sencilla razón que cada uno de sus muertos me afectan como si fueran mis muertos, no sé ni siquiera cómo explicarme, pues me es, créanme, realmente difícil… Si yo creo que la guerra, cualquier guerra, es algo que desgarra a toda la humanidad, a todo lo humano, tanto como género o como individuo, no puedo quedarme al margen. Me duele profundamente; me veo a la vez víctima y verdugo, responsable, como si yo mismo, como ser humano, matara y me mataran al mismo tiempo; y entonces siento tanta vergüenza, y cargo de conciencia, y dolor, que doy portazo al tema y salgo huyendo de mí mismo… Aunque luego, como ese sentimiento se queda de rondón por los entresijos de mi densidad, o lo que sea, termino por escupirlo, o justamente dicho: vomitarlo, por no poder digerirlo.

Me entristece mucho reconocer que no son los mismos muertos los que se sacrifican por defender su tierra (me niego a escribir patria), a su gente, su querencia y su libertad, que los que se hacen a sí mismo invasores violentos por la ambición de un sátrapa genocida, o de cualquier otro político, sea el que sea y de dónde sea… aunque, al final, la misma muerte los iguale a todos bajo su frio rasero. Porque, nos guste o no, todos los muertos son iguales después de muertos. Esa historia de hacer a unos mártires y a otros verdugos, o al revés, según desde dónde califiquen los manipuladores de las guerras, no es otra cosa que sembrar la historia de la humanidad de odios irredimibles. Los soldados, y los civiles incluidos en el diabólico lote de la ofrenda mortal, en realidad mueren por intereses políticos, económicos o estratégicos de los que les mandan dejarse la vida, morir y matar, en nombre de esa difusa “patria”. Quede lo que quede después, al final siempre ganan los mismos, los financieros y financiadores, y se manejan las conciencias de los que quedan para justificarse a sí mismos y a los que se dejen.

Al final de todas las masacres tan solo quedan los auténticos y verdaderos responsables: ellos; y los genuinos colaboradores ciegos: nosotros. Es cierto, muy cierto, que los ejércitos se autojustifican para defender una cada vez más dudosa integridad y no para atacar la de nadie, y así se ponen la etiqueta de “Fuerzas de Paz”. Y puede pasar. Y cuela… Pero lo cierto es que, si en ningún caso, en ninguno, la ciudadanía respondiese a los políticos y generales para guerrear por nada ni contra nadie, entonces no habría con qué defenderse, cierto, para tampoco de qué defenderse. Es pura lógica. Y lo es, porque toda guerra está fuera de toda razón y de todo sentido común.

El decirnos y repetirnos a nosotros mismos que eso es imposible, que es una utopía, es un mantra que nos han inculcado los políticos y gobiernos infames, y los mercaderes de armas asesinos, que medran de nuestra consentida disponibilidad a matarnos entre nosotros mismos por canallas argumentos que solo benefician a las oligarquías que nos manejan… Fíjense hasta qué punto nos engañan, que Rusia aún está en el propio Comité de Seguridad y todos los órganos decisorios de la Onu, a pesar de machacar a un pueblo vecino y hermano, y vendérsenos a occidente que esto es una guerra santa por su parte.

De momento, aquí todos venden armas (incluida la propia Rusia), y las naciones se van apuntando al próximo gran negocio de la reconstrucción de Ucrania por méritos contraídos según los favores – armas enviadas – hechos y anotados en la agenda del día después… Ellos ponen el negocio y nosotros ponemos los muertos. Por eso nuestros muertos y sus muertos son los mismos muertos. Y también por eso, al final, Como dice el siempre malinterpretado Jesucristo, “los muertos siempre acaban enterrando a sus muertos”… Por esto me duele hablar de la guerra. Si, al final, estoy escribiendo sobre lo que rehusé responder, es en un intento avergonzado de catársis; de provocación de un vómito que alivie mi náusea; de tratar de perdonarme a mí mismo como ser humano que soy… y, aún y así, me sigue doliendo.

Mientras las guerras existan por deseos de dominio de una nación sobre otra, la humanidad entera queda estancada en su evolución natural y moral. Y con esto quiero decir que hemos avanzado en ciencia, pero no en conciencia. La verdad es que no hemos evolucionado desde que nos hicimos personas y cargamos con la primera guerra entre los dos primeros pueblos: Caín y Abel. Tan solo, si acaso, en que usamos misiles en vez de quijadas. Y todo por la misma cuestión: que tus cabras no se metan en mi bancal de habas… ¿En qué hemos adelantado?, ¿en herramental?, sí; ¿en vivir hedonísticamente?, sí; ¿en comodidad?, también, si no sacamos cuentas de lo que nos cuesta; ¿en moralidad?, rotundamente no.

Aún se nos sigue mandando al matadero como borregos para trufar a nuestros amos. A los amos de nuestras mentes, de nuestras andorgas y de nuestros destinos. A los puñeteros amos que nos mienten y estafan; a los que nos cantan que hemos de defender nuestro plato de lentejas por un más que dudoso derecho que no esconde primogenitura alguna, cuando, si de ellos es el plato, las lentejas siempre las ponemos nosotros… Y nosotros morimos como víctimas propiciatorias de nuestras propias creencias, que son las suyas. Porque lo que defendemos con nuestras muertes es el estatus de que ellos, los que nos gobiernan, puedan seguir vendiéndonos las lentejas que solo nosotros producimos.

Miguel Galindo Sánchez / www.escriburgo.com / miguel@galindofi.com