REMEMBRANZAS

Dedico éste que me he encontrado entre las telarañas – escrito hace más de siete años – a los/las amantes del costumbrismo; a los que me animan y me reiteran a contar mis vivencias sin estridencias… A ellos se lo brindo, retitulado como:

REMEMBRANZAS

“…Después dijo Dios: Haya un firmamento entre las aguas, que separe las unas de las otras, y así fue. E hizo Dios el firmamento, separando por medio de él las aguas que hay debajo y de las que hay sobre él….” Génesis, 6-8.

Los nubarrones plomizos del cielo querían unirse a las aguas, pero el mar no se dejaba. Su piel, de mil tonos grises, antes azules, rechazaba la fusión en la lejanía con una violencia inusitada. La lluvia dulce se convertía en salada nada más besar su superficie de plata vieja, en un intento desesperado de volver a juntar lo que antes estaba unido y Dios separó, y en su deseo insatisfecho hacía desaparecer las islas que nacían del mismo fondo de la nada.

Cuando su madre decía que una tormenta “se la tragaba el mar”, concedía su tiempo al viento maestral para que hiciese su trabajo de empujarla a la acuosa garganta, y peinase sus lindes de albardines y lentiscares, que imaginaba como sienes venerables de la laguna. Enseguida corría a sentarse en la orilla, dejando colgar sus piernas de los bajos cantiles y mirándose en la hipnotizante magnificencia de la naturaleza. Y así mismo era, en efecto: la tormenta se debatía espectacularmente entre el inabarcable paladar celeste y la inmensa lengua de agua que parecía atraerla hacia la infinitud de la línea del horizonte.

Un combate majestuoso se desarrollaba entre aquellas fauces naturales ante sus ojos, plenos de mudo e inenarrable asombro. Los relámpagos, lujuriosos, zigzagueantes, encendían las simas de la oscura techumbre cargada de algodón negro, reflejando rabiosos fogonazos e incendiando las aguas inquietas que componían los mil cristales de un espejo roto. Lo que antes eran truenos estallantes, que casi lo sobresaltaban, iban convirtiéndose en un fragor sordo, ominoso, como si cien bocas de bronce maldijeran con voz gutural, cavernosa, de cañones desiguales y frenéticos. La lucha, igualada en poder y majestad, se mantenía cosida entre cielo y mar por hilos quebrados de rayos atraídos por las aguas, como saetas de fuego y plata…

…Luces, bramidos, colores, sonidos, estallidos, aromas viejos y nuevos mezclados en un mismo tiempo y lugar. El ambiente, húmedo, electrizado y electrizante, impregnado de ozono, de olores salinos cargados de incontables matices marineros y marinos… incluso podía oler la brea arrancada al calafate de alguna barca, presa en alguna escollera cercana, que quizá se debatía en soltar sus amarras para huir a tierra firme… Todo, todo se fundía en una sinfonía mágica y prodigiosa de sensaciones. Todo se aleaba en un crisol arcáico y eterno, alimentado por la sabiduría y fantasía de algún alquimista loco o de algún dios olvidado. Todo se fraguaba en el yunque de un Vulcano horrible a la vez que sensible.

La vibración, cíclica y estremecida, tumultuosa, casi orgiástica, de la tormenta, iba reclinándose en un rubor de luces y un rumor de ecos, ora lejanos, ora cercanos, acompasándose con el oleaje in crescendo de un mar ya nervioso. La fatiga del relámpago, el cansancio del trueno, también dejaban su poso y paso al horizonte perdido, aún velado por una niebla de lágrimas mansas, mientras la bóveda del cielo se abría en dos mitades, tenebrosa aún la del fondo, y titilante de tímidos luceros la de sobre su cabeza. Un levante incipiente comenzaba su labor de acercar las olas a los muelles para romperse en ellos, y el mar, la mar, empezaba a recobrar su alterado trasiego.

El mar, la mar, masculino en su pleamar, femenino en su bajamar, macho en sus embates, hembra en su inmensa y jubilosa plenitud… mar pequeña, mar chica, hija de un mar mayor del que algún alguien antes de aquel entonces, dejó escrito que aún “hablaba el latín de los antiguos dioses”.

El chiquillo se puso en pié, desentumeció sus piernas dormidas y enfiló la corta calle que, doblándola, lo devolvía a su casa. El viejo perro de los hermanos Olmo le envió su ya familiar ladrido de aviso cansado y cascarrabias, como hacía siempre, y el crío pensó por un momento que cuando las tormentas ya no se las trague el mar tal y como él las veía, oía, olía y vivía, cuando a las golondrinas se les olvide volver a empezar sus nuevos nidos viejos, cuando las abejas dejen sus panales vacíos, cuando las mariposas ya no vistan el aire de colores, también desaparecerá un tiempo, su tiempo, y entonces todo habrá acabado, o, si acaso, comenzará el principio de un final. Del final de ese tiempo que él tanto amó.

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ

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