TELÉFONOS

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Miro al teléfono fijo de mi casa, y el teléfono fijo de mi casa me mira a mí. No sé si una cosa como es, al fin y al cabo, tiene la capacidad de mirarme, mucho menos de articular un pensamiento mínimamente elemental, pero cuando lo miro, parece como si le transmitiese el poder de respuesta. Y ya digo, es como si a través de su pantallita me la devolviese, diciéndome algo así como “no sé qué demonios hago yo aquí, tío…”, cada vez me aburro más, sentado aquí, en mi base, y sin que nadie me hable ni me escuche… a través mío, quiero decir, claro, acho

 

            Es un teléfono menudo, cómodo, inalámbrico y todo eso, sí, pero cada día que pasa más obsoleto e inservible. Lo hemos sacrificado en el altar de los adelantos, por haberse atrasado con respecto a su hermano menor, el móvil. Y los que aún no lo hemos hecho, es cuestión de tiempo. Solo porque hemos levantado el brazo cual Abraham con Isaac, incluso agradeciéndole los servicios prestados, y el Dios tecnológico no nos lo ha parado. Detén tu brazo, que aún puede sacarte de un apuro, muchacho, parece habernos dicho el diós yahvídico. Pero no durará mucho el porsiacaso

 

            Ya todo lo hacemos a través del teléfono/caparra, que, además de teléfono, nos sirve hasta para rascarnos la entrepierna si se tercia. Ha adoptado casi todas las prestaciones del ordenador en su reducido tamaño, y junto a él, se ha convertido en un pequeño monstruo que hasta amenaza a la propia compañía de Correos, que se ve forzada a hacerle la competencia a los de la Once para poder subsistir, sin una jodida carta que llevarse al buzón…

 

            No hace tanto tiempo de aquel enorme, inconmensurable y casi definitivo adelanto de tener teléfono en casa, pues se utilizaba por estricta necesidad el del bar de la esquina o el del vecino con posibles. Un día llegaste a casa y alguien te dijo triunfalmente, ¡tenemos teléfono!, y apenas abierta la boca un palmo se te advertía con el índice enhiesto, “solo recibir, y para urgencias”… y aún y así, aquella noche dormías con la tranquilidad de que un dios mayor velaba tus sueños.

 

            Yo crecí en una de aquellas casas-tienda, donde la mesa de camilla con brasero incorporado vigilaba el mostrador, y donde la privacidad familiar se escaparateaba a través del tenderete. Los que han salido de ahí, seguro que me entienden… Y eso conllevaba un servicio como el teléfono, eso sí… otorgaba poder y contundencia al negocio. Aquel teléfono parecía un alienígena: su tamaño era veinte veces mayor que el inalámbrico actual, y su peso ni le cuento, un enorme cajón de madera con dos grandes campanas redondas como ojos de búho, que te miraban fijamente, insomnes, que sonaban por la vibración de un martillete entre ambas… Tenía una sola oreja de la que colgaba un pesado y poderoso auricular, como un doble martillo de carpintero, unido al engendro por un cordón umbilical del grueso de un dedo… Y con intermediaria incluída al otro lado del rústico cableado urbano… “Oye, nena, ponme con lo del Chato, porfa…”

 

            Acojonante y acojonador. Nosotros lo teníamos colgado de la pared tras la puerta de entrada, para que no asustara tanto. Ahora miro a su nieto mayor el inalámbrico con su tristeza intrínseca, oigo el mammamía con que su nieto menor me llama desde mi bolsillo, y, maldiciendo la tiranía a que me somete cada día de mi vida actual, me acuerdo de la generosa amabilidad y respeto de su abuelo. Tenía pinta de ogro, sí, pero era un pedazo de pan…