TODAS LAS PALABRAS

 

De cualquier persona normal y corriente brota cada día un inagotable e ingente flujo de palabras que manan de su interior de muy distintas fuentes: de la mente, de las emociones, de los sentimientos, desde el cerebro, desde el corazón o desde las tripas… Uno puede preguntarse cuántas de ellas son determinantes para algo; cuántas son comprometidas; cuántas son necesarias; o cuántas las hay vacuas, inconsecuentes, superficiales… El caudal de las palabras que nace de un ser humano desde que aprende a articularlas hasta el final de su vida es tan incalculable, y tan inaprehensible, que a nadie se le ha ocurrido siquiera pensar en la posible importancia de su desperdicio, o en su imposible importancia, ¿quién sabe?..

Porque entre todas esas palabras que uno suelta, tanto en un día como en toda esa vida, al ser fruto de deseos y pensamientos, establecen el curso de esa misma vida, o quizá hasta lo cambian… Como también están las que cambian las circunstancias; de las que se arrepiente uno nada más salidas del horno de la inconsciencia, o quizá de la conciencia; o, peor aún: las que no se dicen; las que se callan, se reprimen, y se quedan en nuestro interior caldeando el látigo de la lengua y el caldero del alma… y que también tanto nos cambian y nos condicionan… Hay muchas, muchísimas palabras que se las lleva el viento; pero hay otras que caen a tierra, enraízan y brotan en el tiempo según su buena o mala semilla. Bondades y maldades; amores y rencores; suertes y desgracias, en una especie de carrusel maldito en el que nos encontramos con nuestras propias y lejanas palabras: “es que tú dijiste…”.

Las palabras suelen crear un sendero por el que caminamos como en estado hipnótico… Mediatizados por ellas, no labramos nuestro propio camino, que seguimos pensando que es el destino el que nos lo traza… ¿Cuántas veces hemos dicho SÏ?, ¿y cuántas hemos dicho NO?.. No existen palabras más mínimas en todo lenguaje y con mayor poder en sus significados. Una vez dichas, nos sentimos esclavizados, comprometidos y condicionados por ellas. Nos obligan como ningunas otras; no existen interpretaciones algunas… El SÍ nos ata, y el NO nos libera, y con ambas opciones se nos ponen dos sendas a seguir. Sigas la que sigas, te la ha indicado una única palabra, breve y concisa. No es el pensamiento el que te obliga a través del razonamiento, si no el “Fíat”, la Palabra, pues si no la pronuncias, retienes el poder de elección en ti, pero si la sueltas, te ves obligado a cumplirla, salvo pasar por traidor a ti mismo. Por eso, el sabio piensa más que habla, y el necio habla más que piensa, porque es mejor ser el amo del pensamiento que el esclavo de las palabras… tal es el poder de las mismas.

Dicen las antiguas Escrituras, que Dios concedió al hombre el poder de crear su entorno mediante la palabra… No es que nombrara a los animales existentes, si no que existieron a partir de serles impuesto a cada uno su nombre. Es el sentido del “hágase”, que después “se hizo”. Y se hizo por la palabra… “Al principio fue el Verbo”, recuérdese… Y el Verbo no es solo un personaje, sino que también es una facultad, una potencia, tan creadora como el propio personaje. Por eso se le denomina “Verbo” y no otra cosa, por su estricto significado verbal de obrar… Así que las palabras nos construyen nuestra realidad… mejor o peor, pero nos la crea a través de nosotros mismos.

Dice el escritor y columnista Manuel Vincent, que unos han venido al mundo a hablar, y otros a escuchar; y que es el privilegio de los amos sobre los siervos, del poderoso sobre el débil… Y puede que algo lleve de razón. Pues son los políticos – mal que nos pese – los financieros, los oligarcas, los que hablan, y hablan y hablan, y el resto solo escuchamos… y, lo que es peor, nos lo creemos, lo aceptamos y les seguimos. Y, entre lo que dicen y lo que callamos, estamos construyendo entre todos la realidad que tenemos, y el futuro que tememos: guerra, carestías, desastre climático, sobreexplotación de los recursos, degradación natural… o sea, el resultado de un discurso, de una forma de vida, que hemos aceptado como buena.

Pero el caso es que la verdad no cambia. Dá lo mismo que lo diga el filósofo o el taxista, el ateo o el creyente, el científico o el patán, el acusador o el acusado, el abusador o el abusado, el de arriba o el de abajo… Lo que pasa es que, según las palabras con que se vista, nos llevarán al cielo o al infierno… La mentira, sin embargo, tiene mil disfraces, y siempre imita a la verdad. Aunque las palabras sean las mismas, las intenciones son distintas, y los resultados diferentes, ya que los segundos son hijos de las primeras. Por eso que cuando Vincent habla de los ricos y de los pobres (habladores y escuchadores) los primeros necesitan a los segundos para enriquecerse, y los segundos necesitan a los primeros para justificarse en su pobreza.

…”Y la Palabra (el Verbo) se hizo carne, y habitó entre nosotros”…Esto es: la palabra vino a ser en el ser humano, y fue impartida y compartida por Dios y entre ellos. Unas se volvieron trigo y otras cizaña. La sabiduría consiste en aprender a aceptarlas según su valor y según su naturaleza oculta (la voluntad, mala o buena), pues unas matan y otras salvan… Unas viajan en el viento, sueltas y libres, para quiénes las quieren oír y analizar; y otras quedan sujetas en los libros, escritas, para los que quieren aprovecharlas fuera del tiempo en que se dijeron. Son las más pensadas, maduradas y meditadas; las que esperan la motivación de alguien para ser leídas. Por eso son, quizá, las más valiosas… Pues tanto de las ciertas como de las falsas, siempre se puede sacar el conocimiento de la verdad.

MIGUEL GALINDO SÁNCHEZ www.escriburgo.com miguel@galindofi.com